Los alrededores de la fiesta
El Ruedo
Semanario grafico de los toreros
Año IV - Madrid, 17 de abril de 1947 - Numero 147
Fueron y son los salones de peluquería, desde los más lujosos a los más modestos, lugares donde la locuacidad de los oficiales encontraron campo adecuado para distraer a los parroquianos de todas las edades durante el espacio de tiempo en que tienen sometidas sus cabezas a higiénicas manipulaciones. Uno de los temas más corrientes es «taurámaco, y en ocasiones el diálogo se generaliza tomando parte en él cuantos en turno riguroso esperan el momento de ser servidos.
Federico Oliver, el insigne dramaturgo, y el inolvidable actor Julián Romea, en sus magníficas producciones Los semidioses y padrino del nene, llevaron estas escenas al teatro, desarrollándolas en un ambiente sevillano y madrileño de maravillosa manera, de entre los muchos rapabarbas que se significaron por su locuacidad taurina, recordamos el nombre de dos, ya fallecidos, que gozaron de gran popularidad: el peluquero de Ricardo Torres, Bombita, Adolfo Marco, y el de Don Alfonso XIII, Rafael Cifuentes. pastorista hasta lo medula de los huesos. Fue éste el que hizo saber al rey, por encargo de Vicente, el propósito que tenía de retirarse del toreo, suplicándole asistiera al acontecimiento, como así lo hizo Su Majestad, en unión de su tía la infanta doña Isabel.
Adolfo Marco, el panegirista número uno de Bombita, quien, siempre generoso, le prestó su ayuda para establecerse en Madrid, tuvo el honor, entre lagrimas y lamentos, de cercenar el apéndice capilar del diestro de Tomares, cuando éste dijo «Abur» a la afición madrileña en aquella inolvidable corrida a beneficio de la Asociación Benéfica de Toreros.
Irrumpimos, pues, en el céntrico salón donde Pedro, diariamente, hace filigranas con las navajas y las tijeras, tomamos asiento en el sillón correspondiente a su tumo, y servicial nos pregunta: — ¿Qué va a ser? —Afeitado y corte de pelo—le contestamos. —¿Corte o tomadura?—vuelve a preguntarnos sonriente y un poco escamado, porque nos ha reconocido y le extraña que al cabo de los años solicitemos por primera ves sus servicios.
—Corte, corte —insistimos—, y vamos al toro. Entra la máquina en funciones y comienzan nuestras preguntas, que iniciamos con una relativa al estado de Belmonte.
—Ya esta bien. Se encuentra en Sevilla, y pronto vendrá por aquí, o me avisará, el mozo de «es-pás» Pintorcito, para que vaya a arreglarle el pelo. — ¿Pero cuando se va a alejar de los ruedos?—¿Belmonte? Nunca! Su afición es tan grande que no quiso despedirse de los públicos.
Que no torea? Porque no quiere; pero él sigue siendo matador de toros, y allí donde hay, un par de pitones, Juan se enfrenta con ellos con el mismo entusiasmo que cuando empezaba y le conocí.
—¿Y esto fue? —Allá en Sevilla. Yo también estaba «atacao» del sarampión taurino y traba-Jaba, siendo un mozalbete, los sábados y domingos en una barbería trianera de la calle de Castilla
Una madrugada, con mucha niebla, y sobre el mismo puente de Tríana, me presentaron a otro soñador. Era Belmonte, que venía de torear en aquellas escapadas nocturnas tantas veces relatadas.
¿Así es es que también fuiste torero?
—Lo quise ser, pero no me dejó esto que todos llevamos en el «lao» izquierdo.
Siendo un chiquillo -continúa- era un asiduo concurrente a las capeas levantinas, a las de mi terreta porque yo nací en Alborea el 1888, y formé parte de la cuadrilla de niños valencianos que capitaneábamos el desventurado Francisco Pérez Ferrando y un servidor, con el apodo Alboreano.
—¿Muchos éxitos? —Aquella cuadrilla duró una siesta. Después actué en distintas novilladas, la última en Tabarra, donde el empresario, don Alberto Vera, quiso «protegerme» soltándome un toraco con veintinueve arrobas y toda la barba corrida, al que no pude afeitar a pesar de mi oficio. En resumen: muchos revolcones, poco dinero y bastante tiempo perdido.
Ofréceme un espejo pequeño para que me vea bien arreglado, y seguida mente dice:
—Quise, no obstanté, hacer una última prueba. En lo Plaza de Cercedilla, y hallándose Belmonte como espectador, me veía negro para meter mano a un novillo con muy malas ideas. «¿Qué le parece a usted que haga?», le pregunté a Juan. Y éste me contestó: «Pué… que continúes afeitando. Desde aquel histórico momento seguí el consejo de este gran filósofo del toreo, renuncié a mis taurinos sueños y cambie, definitivamente, la «espá», la muleta y el capote por las navajas, las tijeras y los peines.
—Además de Juan, ¿has afeitado a muchos personajes taurinos?
—A una barbaridad; pero con más frecuencia a Victoriano de la Serna, Félix Rodríguez, Gitanillo de Triana, Fortuna. Varelito, Vázquez y Curro Caro; a los ganaderos Pérez Tabernero, Aleas, Hernández, Rogelio del Corral, y también pasaron por mis manos los empresarios Mosquera, Retana, Pagés, Ubach, Jardón, Gómez de Velasco, Balañá y Escriche.
El servicio se aproxima a su fin.
—¿Qué opina del llamado pleito entre españoles y mejicanos? —Que debe arreglarse cuanto antes, sin vencedores ni vencidos.
—¿Su mejor torero? —Belmonte padre.
—Digo de los actuales.
—¡Belmonte y Belmonte!
—¡Está bien Pedro!
—Servido.
Muchas gracias
Don Justo.
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