Por. Ignacio Trujillo.
Ir a los toros es darse un baño de realidad. Se le quitan a uno muchas tonterías de encima. El equilibrio entre antagónicos: la vida y la muerte, el sol y la sombra, el hombre y el toro. El hombre en su sitio, matando a la fiera. El animal luchando y tratando de embestir al torero.
Aunque parezca una perogrullada no lo es, hoy en que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino. “Llegará un día en que sea necesario desenvainar una espada para decir que el pasto es verde”, anunciaba premonitoriamente Chesterton y decir hoy que el hombre es hombre y el animal es ofensivo para muchos, que consideran a estos con la misma dignidad y derechos, sino más que los de aquel.
Por eso cuando se va a los toros se descubre que hay un ser superior que domina a la fiera con habilidad e inteligencia y, retrotrayéndonos a tiempos ancestrales, descubrimos que el hombre es contingente y ha de dominar la naturaleza y que esta puede ser ingrata y peligrosa. Además notamos, y esto es una razón vital para que este arte persista, que el hombre puede morir, porque sentimos que lo puede hacer en cualquier momento. ¡Ay! grita el público ante el menor descuido del torero, ¡cuidado!. Este “ay” es una alarma que nos advierte que la vida no es juego.
Mucho debemos ir a los toros para no olvidar que esto tiene su comienzo y su fin. “Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde” diría Gil de Biedma. Pues eso.
Mucho debemos ir a los toros para no olvidar que esto tiene su comienzo y su fin
Para los amantes de la naturaleza y de los animales no hay nada mejor que una corrida de toros para asistir al canto más apasionado en su favor. En plena ciudad rodeada de asfalto y grises edificios se cuela el campo, con sus ritos, sus formas, su lenguaje, sus sonidos, sus olores. Por un momento los espectadores salen del urbanismo atosigante y se miran en el ancho solar de albero donde aparecen caballos, toros, cabestros, sobrevuelan vencejos, se escuchan voces que vienen de las dehesas y expresiones insondables de resabios camperos. Cuando vemos seis toros morir en la plaza tenemos que agradecer el mimo y cuidado con el que durante años han sido criados en las dehesas de Andalucía, o Salamanca o Extremadura, que conservan esos extensos paraísos sólo para que paste este ganado privilegiado que va a ser sacrificado heroicamente en el ruedo.
Y, como no, la belleza, la belleza pura del arte de la tauromaquia, el rito sagrado que dispone desde como debe colocarse la taleguilla hasta como clavar la espada; y el tiempo detenido en un lance perfecto y la luz sobre la cal y la emoción contenida y los pañuelos blancos cubriendo los tendidos y el héroe vencedor que triunfa, triunfamos, como Teseo, sobre nuestros monstruos. Hay una catarsis transformadora tras una faena victoriosa. Estremecidos, ciertamente aleccionados, perplejos salimos a calle de nuevo. Hemos asistido al drama, a la tragedia perfecta en que se han unido Eros y Thánatos, Apolo y Dionisos.
Qué honda una corrida de toros. Es necesario fomentarla, también entre los niños y los jóvenes, porque nos hace más sabios, más sensatos, más compasivos y más humanos.
/// Ignacio Trujillo, Abogado - Diario de Sevilla
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