El Niño de la Capea hace 40 años,
en la feria de San Isidro de 1985, se consagró definitivamente para cambiar el
título de niño por el de maestro. Su condición de máxima figura de los 70 logró
el reconocimiento unánime: “Los triunfos vienen y van…
La primavera desbordada de verdes y agua rodea Cerro
Espino, la finca de Pedro Gutiérrez Moya El Capea (1952) enclavada en el
corazón de Salamanca. Hace 40 años exactos cambió de niño a maestro. De figura
a referente. De líder a ejemplo. Cuenta la leyenda que en aquel año de 1985
volvió de México reinventado, envuelto en la magia de un temple extraño. Hasta
entonces El Niño de la Capea había mandado a una velocidad de vértigo, dominado
el escalafón de una generación ninguneada de formidables toreros, que transitó
por la pedregosa ruta de la transición política y la transición del toro.
Nació Capea en la orilla pobre del río Tormes y,
para huir de esa pobreza, aquel niño avispado y menudo se apuntó en la escuela
taurina de la que tomó el nombre: La Capea. Salamanca fue su cuna y Bilbao, su
fragua. La ciudad del acero se convirtió en su forja de hierro ya de novillero,
en el escenario de una alternativa que su espejo, el inalcanzable Paco Camino,
le concedió el 19 de junio de 1972, en presencia de otro fenómeno como Paquirri
y las cámaras de TVE: «Fue una prueba muy dura, pero siempre tuve fe en mí.
Debía salir del pozo de la pobreza. ¿Qué transmitía? Ganas de comerme el
mundo». Y se lo comió.
Su gloria se proyectó a toda la nación. Aquella
lanzadera bilbaína catapultó al incipiente torerillo salmantino a la cúpula del
escalafón, liderando los años 1975, 76, 78, 79 y 1981 y sin bajar de las 80
tardes en el resto. Unos números estratosféricos cimentaron a una figura
transoceánica que fue dios en México y gobernó España aún sin el unánime
reconocimiento que conquistó en 1985. P. ¿Qué significó para usted ese San
Isidro de hace 40 años? R. Para mí fue una reivindicación, una cosa íntima, muy
fuerte. Derrumbé en esa feria todos los muros, todo lo que me criticaban, como
el zapatillazo, o torear deprisa, o carecer de sentimiento. Decían que era un
torero de oficio, de conocimiento del toro, sin otras cualidades. Para triunfar
en México, precisamente, son las otras cualidades las que hacen falta, temple,
sosiego y sentimiento. Renací sobre ellas en aquella temporada del 84-85,
cuando corté el rabo en la Monumental. Y empecé a torear de otra forma, a andar
de otra manera.
P. Venía de liderar el escalafón de los años 70 con
unas cifras asombrosas, incluso rindiendo cinco Puertas Grandes de Las Ventas,
pero la prensa y la afición le negaban el reconocimiento. ¿Todo eso fue puesto
en valor o realmente es un nuevo Capea el que irrumpe?
R. Es un nuevo Capea. Dejé de sentir la presión. Se
me había abierto un nuevo mundo en México. Ya podía darle continuidad a mi
toreo. Perdí la ansiedad por demostrar nada. En España me agobiaba. La
obligación de salir de la pobreza imponía las prioridades. Debía cortar orejas
como fuera para instalarme en las posiciones donde vienen los contratos. Recién
alternativado se hacía imposible competir de tú a tú con maestros consagrados
como Camino, Ordóñez o Bienvenida.
P. ¿Quién concede el temple de México, el toro?
R. No. Si careces de la intuición para adaptarte al
toro mexicano, él no te lo puede dar. Esa intuición la sentía innata. Siempre
he sido un hombre muy intuitivo para el toro, para entender su comportamiento.
Precisamente en esa feria de San Isidro de 1985 saltaron los dos toros que
necesitaba. Absolutamente opuestos. El manso de Sepúlveda y el fiero de Manolo
González. Con aquél supe leer antes que nadie sus terrenos, sus querencias,
plantear la faena en chiqueros. Y ante el toro feroz aposté la vida a pelo. Fui
capaz de triunfar con los dos.
P. ¿Es ese toro Cumbreño, de Manolo González, el
que nunca quiere un torero que le toque pero que, a la vez, resulta fundamental
en la carrera de una figura? R. En Madrid, los triunfos van y vienen, pero lo
más difícil de conseguir, lo que dura toda la vida y lo que te hace sentirte
orgulloso, es el respeto. El respeto permanece. Este toro feroz le hace falta a
todos los toreros para conseguir el reconocimiento de Las Ventas. No lo quieres
por nada del mundo, porque te mueres, pero lo necesitas. Me temblaban las
piernas como nunca, jamás se me aflojaron más que con Cumbreño. Fui capaz de
sobreponerme y, finalmente, triunfar con él. Un día cuajas un toro, te viste,
te acoplas con él, cortas dos orejas… Eso no es una cosa difícil, es un
capricho de la fortuna.
P. Su inteligencia intuitiva, natural, fundamentó
la inteligencia del conocimiento.
R. Sin duda. He sido un enamorado del toro como
animal. Sigue maravillándome y no llego a entenderlo del todo. Esa obsesión por
conocer cómo se comporta me marcó desde niño. Te da los conocimientos para
anticiparte a la intención del toro. Es la clave que conduce al dominio.
P. La generación de los años 70 vivió silenciada en
una época del toreo un tanto gris y oscura.
R. Fuimos una generación sufridora. Nos tocó vivir
lo desconocido en 40 años, el cambio político de una dictadura a una
democracia, con lo que aquello conllevaba: aquellas huelgas feroces, las
reivindicaciones sindicales, la convulsión de la calle. Llegué a participar en
alguna manifestación. Me encantaba correr delante de los grises [la Policía
“Fuimos una generación con carácter. Había un
trasfondo político en la dureza de la crítica taurina de la época”
Nacional], que me pasaran las pelotas de goma
silbando la cabeza. La gente estaba más distraída en eso que centrada en los
toros. Y padecimos su incomprensión. Tú salías a las plazas a jugarte la vida y
la gente tomaba la calle al día siguiente reivindicando esto o aquello. Y se
olvidaba de lo que había pasado en el ruedo. Nos dolía mucho. Formamos una
generación con mucho carácter, sabiendo que detrás de ese esfuerzo vendría la
recompensa. Había que darle continuidad a la historia del toreo.
P. Afrontan dos transiciones: la transición
política y la transición del toro. Que sube en edad, peso y volumen con la
norma del guarismo aprobada en el 68, la revolución más importante de la
tauromaquia tras el peto de 1928.
No estaba el toro seleccionado para lidiarse con
los cuatro años cumplidos y los 500 kilos de verdad. Aquello constituyó toda
una aventura. Cada día era un toro nuevo, un toro distinto. De ahí, mi
inquietud por conocerlo. Eso lo pensábamos todos de esa generación. Por eso
sobrevivimos todos. Como Paquirri, Manzanares, Dámaso, Robles, Roberto, Ortega,
Camino… Y también los que me olvido.
P. Además se encuentran con una prensa taurina en
lucha con una limpieza ética.
R. Había un trasfondo político, durísimo. En aquel
momento [finales de los 60, principios de los 70] un periodista no podía ser
duro con nada más que con los toros. Ni con el fútbol. No era políticamente
correcto. ¿Dónde se reivindicaban? En los toros. Tu mismo padre, que empezó en
esa dinámica dura, agresiva, terminó siendo un aficionado que cantaba lo que de
verdad sucedía en el ruedo. Entonces, esa transición no era taurina, sino
política. Y la tuvimos que aguantar. No se podía hablar mal de lo que pasaba en
España, nada más que de toros.
P. ¿Alfonso Navalón también evolucionó?
R. Navalón fue un oportunista. Daba muchos palos de
ciego. No supo adaptarse. Y además fue un hombre controvertido. Llevó al
terreno personal lo profesional. Se quedó fuera de sitio, solo. Fue muy
ofensivo. Se fue cavando su tumba. La gente se percató de que lo que contaba
distaba mucho de lo que sucedía.
P. ¿Lee la prensa actual?
R. Los nuevos medios, las redes, han hecho daño.
Escribe de toros cualquiera. Un chico indocumentado se pone a escribir porque
le gusta esto. Y la prensa escrita ha perdido mucho poder. El lector aficionado
no encuentra referentes. Quedan dos o tres. Se leen barbaridades en redes.
Minimizan un esfuerzo de un figurón para contar media verónica de un amigo
suyo.
P. Su espejo fue Paco Camino.
R. Siempre me admiró su capacidad para entender los
toros. Sólo con ver al toro caminando me decía: «No sirve». Los veía antes que
nadie. Me maravillaba su inteligencia. Le adornaba la personalidad, la clase,
el arte. ¿Qué más quieres en un torero?
P. La historia del toreo es injusta con los toreros
poderosos frente a los toreros artistas.
R. Los toreros poderosos suelen ser toreros más
reivindicativos, más de imponer su carácter. Los toreros artistas son más
dóciles. A nivel de despacho está clara la diferencia [y se ríe pícaramente].
P. ¿Para estar delante del toro hay que estar
enfadado?
R. Con un amigo, con el toro, con tu mujer, con el
público, con un crítico... Hay que tener una reivindicación, un sueño por
conseguir. Y asimilar, además, que puedes perder la batalla, que un toro te
puede matar. Esa es la grandeza del toreo.
P. ¿Qué hacía después de los triunfos?
R. Me gustaba comerme dos huevos fritos con El
Brujo [su viejo banderillero]. Nunca fui de borrachera.
P. ¿Cómo asumía las cornadas?
R. Como parte del peaje que hay que pagar, con
mucha naturalidad. A mí lo que me provocaba miedo es que un toro me dejara
incapacitado para cumplir mi sueño.
P. Pasaron de llamarle el Niño de Capea a maestro
Capea.
R. El representante de los Chopera me lo decía: «Si
tú toreas más templado que nadie, pero vas muy deprisa al toro y sales muy
deprisa». Mi obsesión era adaptarme al toro. En mi época había mucha variedad
de encestes y ganaderías muy desiguales: o te adaptabas o te llevaba la
corriente.
P. ¿La vida le ha sido noble, maestro?
R. Me ha dado más de lo que esperaba.
P. ¿Qué queda de aquel niño de la orilla pobre del
río Tormes?
R. Una sencillez innata.
P. ¿Se ha sentido querido y respetado en Salamanca?
R. En absoluto.
/// El
Mundo Madrid / Zabala de la Serna (Salamanca). Fotografía de José Aymá
No hay comentarios:
Publicar un comentario