lunes, mayo 12, 2025

“LOS TOREROS ARTISTAS SON MÁS DÓCILES”

 



El Niño de la Capea hace 40 años, en la feria de San Isidro de 1985, se consagró definitivamente para cambiar el título de niño por el de maestro. Su condición de máxima figura de los 70 logró el reconocimiento unánime: “Los triunfos vienen y van…


La primavera desbordada de verdes y agua rodea Cerro Espino, la finca de Pedro Gutiérrez Moya El Capea (1952) enclavada en el corazón de Salamanca. Hace 40 años exactos cambió de niño a maestro. De figura a referente. De líder a ejemplo. Cuenta la leyenda que en aquel año de 1985 volvió de México reinventado, envuelto en la magia de un temple extraño. Hasta entonces El Niño de la Capea había mandado a una velocidad de vértigo, dominado el escalafón de una generación ninguneada de formidables toreros, que transitó por la pedregosa ruta de la transición política y la transición del toro.

Nació Capea en la orilla pobre del río Tormes y, para huir de esa pobreza, aquel niño avispado y menudo se apuntó en la escuela taurina de la que tomó el nombre: La Capea. Salamanca fue su cuna y Bilbao, su fragua. La ciudad del acero se convirtió en su forja de hierro ya de novillero, en el escenario de una alternativa que su espejo, el inalcanzable Paco Camino, le concedió el 19 de junio de 1972, en presencia de otro fenómeno como Paquirri y las cámaras de TVE: «Fue una prueba muy dura, pero siempre tuve fe en mí. Debía salir del pozo de la pobreza. ¿Qué transmitía? Ganas de comerme el mundo». Y se lo comió.

Su gloria se proyectó a toda la nación. Aquella lanzadera bilbaína catapultó al incipiente torerillo salmantino a la cúpula del escalafón, liderando los años 1975, 76, 78, 79 y 1981 y sin bajar de las 80 tardes en el resto. Unos números estratosféricos cimentaron a una figura transoceánica que fue dios en México y gobernó España aún sin el unánime reconocimiento que conquistó en 1985. P. ¿Qué significó para usted ese San Isidro de hace 40 años? R. Para mí fue una reivindicación, una cosa íntima, muy fuerte. Derrumbé en esa feria todos los muros, todo lo que me criticaban, como el zapatillazo, o torear deprisa, o carecer de sentimiento. Decían que era un torero de oficio, de conocimiento del toro, sin otras cualidades. Para triunfar en México, precisamente, son las otras cualidades las que hacen falta, temple, sosiego y sentimiento. Renací sobre ellas en aquella temporada del 84-85, cuando corté el rabo en la Monumental. Y empecé a torear de otra forma, a andar de otra manera.

P. Venía de liderar el escalafón de los años 70 con unas cifras asombrosas, incluso rindiendo cinco Puertas Grandes de Las Ventas, pero la prensa y la afición le negaban el reconocimiento. ¿Todo eso fue puesto en valor o realmente es un nuevo Capea el que irrumpe?

R. Es un nuevo Capea. Dejé de sentir la presión. Se me había abierto un nuevo mundo en México. Ya podía darle continuidad a mi toreo. Perdí la ansiedad por demostrar nada. En España me agobiaba. La obligación de salir de la pobreza imponía las prioridades. Debía cortar orejas como fuera para instalarme en las posiciones donde vienen los contratos. Recién alternativado se hacía imposible competir de tú a tú con maestros consagrados como Camino, Ordóñez o Bienvenida.

P. ¿Quién concede el temple de México, el toro?

R. No. Si careces de la intuición para adaptarte al toro mexicano, él no te lo puede dar. Esa intuición la sentía innata. Siempre he sido un hombre muy intuitivo para el toro, para entender su comportamiento. Precisamente en esa feria de San Isidro de 1985 saltaron los dos toros que necesitaba. Absolutamente opuestos. El manso de Sepúlveda y el fiero de Manolo González. Con aquél supe leer antes que nadie sus terrenos, sus querencias, plantear la faena en chiqueros. Y ante el toro feroz aposté la vida a pelo. Fui capaz de triunfar con los dos.

P. ¿Es ese toro Cumbreño, de Manolo González, el que nunca quiere un torero que le toque pero que, a la vez, resulta fundamental en la carrera de una figura? R. En Madrid, los triunfos van y vienen, pero lo más difícil de conseguir, lo que dura toda la vida y lo que te hace sentirte orgulloso, es el respeto. El respeto permanece. Este toro feroz le hace falta a todos los toreros para conseguir el reconocimiento de Las Ventas. No lo quieres por nada del mundo, porque te mueres, pero lo necesitas. Me temblaban las piernas como nunca, jamás se me aflojaron más que con Cumbreño. Fui capaz de sobreponerme y, finalmente, triunfar con él. Un día cuajas un toro, te viste, te acoplas con él, cortas dos orejas… Eso no es una cosa difícil, es un capricho de la fortuna.

P. Su inteligencia intuitiva, natural, fundamentó la inteligencia del conocimiento.

R. Sin duda. He sido un enamorado del toro como animal. Sigue maravillándome y no llego a entenderlo del todo. Esa obsesión por conocer cómo se comporta me marcó desde niño. Te da los conocimientos para anticiparte a la intención del toro. Es la clave que conduce al dominio.

P. La generación de los años 70 vivió silenciada en una época del toreo un tanto gris y oscura.

R. Fuimos una generación sufridora. Nos tocó vivir lo desconocido en 40 años, el cambio político de una dictadura a una democracia, con lo que aquello conllevaba: aquellas huelgas feroces, las reivindicaciones sindicales, la convulsión de la calle. Llegué a participar en alguna manifestación. Me encantaba correr delante de los grises [la Policía

“Fuimos una generación con carácter. Había un trasfondo político en la dureza de la crítica taurina de la época”

Nacional], que me pasaran las pelotas de goma silbando la cabeza. La gente estaba más distraída en eso que centrada en los toros. Y padecimos su incomprensión. Tú salías a las plazas a jugarte la vida y la gente tomaba la calle al día siguiente reivindicando esto o aquello. Y se olvidaba de lo que había pasado en el ruedo. Nos dolía mucho. Formamos una generación con mucho carácter, sabiendo que detrás de ese esfuerzo vendría la recompensa. Había que darle continuidad a la historia del toreo.

P. Afrontan dos transiciones: la transición política y la transición del toro. Que sube en edad, peso y volumen con la norma del guarismo aprobada en el 68, la revolución más importante de la tauromaquia tras el peto de 1928.

No estaba el toro seleccionado para lidiarse con los cuatro años cumplidos y los 500 kilos de verdad. Aquello constituyó toda una aventura. Cada día era un toro nuevo, un toro distinto. De ahí, mi inquietud por conocerlo. Eso lo pensábamos todos de esa generación. Por eso sobrevivimos todos. Como Paquirri, Manzanares, Dámaso, Robles, Roberto, Ortega, Camino… Y también los que me olvido.

P. Además se encuentran con una prensa taurina en lucha con una limpieza ética.

R. Había un trasfondo político, durísimo. En aquel momento [finales de los 60, principios de los 70] un periodista no podía ser duro con nada más que con los toros. Ni con el fútbol. No era políticamente correcto. ¿Dónde se reivindicaban? En los toros. Tu mismo padre, que empezó en esa dinámica dura, agresiva, terminó siendo un aficionado que cantaba lo que de verdad sucedía en el ruedo. Entonces, esa transición no era taurina, sino política. Y la tuvimos que aguantar. No se podía hablar mal de lo que pasaba en España, nada más que de toros.

P. ¿Alfonso Navalón también evolucionó?

R. Navalón fue un oportunista. Daba muchos palos de ciego. No supo adaptarse. Y además fue un hombre controvertido. Llevó al terreno personal lo profesional. Se quedó fuera de sitio, solo. Fue muy ofensivo. Se fue cavando su tumba. La gente se percató de que lo que contaba distaba mucho de lo que sucedía.

P. ¿Lee la prensa actual?

R. Los nuevos medios, las redes, han hecho daño. Escribe de toros cualquiera. Un chico indocumentado se pone a escribir porque le gusta esto. Y la prensa escrita ha perdido mucho poder. El lector aficionado no encuentra referentes. Quedan dos o tres. Se leen barbaridades en redes. Minimizan un esfuerzo de un figurón para contar media verónica de un amigo suyo.

P. Su espejo fue Paco Camino.

R. Siempre me admiró su capacidad para entender los toros. Sólo con ver al toro caminando me decía: «No sirve». Los veía antes que nadie. Me maravillaba su inteligencia. Le adornaba la personalidad, la clase, el arte. ¿Qué más quieres en un torero?

P. La historia del toreo es injusta con los toreros poderosos frente a los toreros artistas.

R. Los toreros poderosos suelen ser toreros más reivindicativos, más de imponer su carácter. Los toreros artistas son más dóciles. A nivel de despacho está clara la diferencia [y se ríe pícaramente].

P. ¿Para estar delante del toro hay que estar enfadado?

R. Con un amigo, con el toro, con tu mujer, con el público, con un crítico... Hay que tener una reivindicación, un sueño por conseguir. Y asimilar, además, que puedes perder la batalla, que un toro te puede matar. Esa es la grandeza del toreo.

P. ¿Qué hacía después de los triunfos?

R. Me gustaba comerme dos huevos fritos con El Brujo [su viejo banderillero]. Nunca fui de borrachera.

P. ¿Cómo asumía las cornadas?

R. Como parte del peaje que hay que pagar, con mucha naturalidad. A mí lo que me provocaba miedo es que un toro me dejara incapacitado para cumplir mi sueño.

P. Pasaron de llamarle el Niño de Capea a maestro Capea.

R. El representante de los Chopera me lo decía: «Si tú toreas más templado que nadie, pero vas muy deprisa al toro y sales muy deprisa». Mi obsesión era adaptarme al toro. En mi época había mucha variedad de encestes y ganaderías muy desiguales: o te adaptabas o te llevaba la corriente.

P. ¿La vida le ha sido noble, maestro?

R. Me ha dado más de lo que esperaba.

P. ¿Qué queda de aquel niño de la orilla pobre del río Tormes?

R. Una sencillez innata.

P. ¿Se ha sentido querido y respetado en Salamanca? R. En absoluto.

/// El Mundo Madrid / Zabala de la Serna (Salamanca). Fotografía de José Aymá

 

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