Por. Francisco Rico Pérez
“No pasarán de seis o siete los artículos en los que Azorín habla de toros –aparte lo escrito en sus libros– pero en ellos se revela buen conocedor y admirador de la Fiesta y de los grandes toreros...
...Y al mismo tiempo que surgía su profunda dedicación a la literatura, conservando, eso sí, a cierta distancia una devoción grande como pensador culto y como filósofo evocador por los instantes de la lidia, su trascendencia litúrgica, el colorido y la belleza plástica del ruedo”
Resulta llamativo que Azorín esté bastante olvidado
siendo su obra tan excelente y original. Al igual que son escasas sus
biografías. Y en algunas se anuncian que son “completas”, olvidando algo tan
importante en su vida como es la afición del maestro a los toros. Especialmente
en su juventud. Pero mucho antes esa curiosidad aflora, como veremos ahora.
Azorín nace en Monóvar (Alicante), el 8 de junio de 1873. Y en 1880 ingresa en
el Colegio de los Escolapios de Yecla (Murcia) como alumno interno. Los ocho
años que estuvo allí marcaron su carácter para toda la vida. Conoce y juega en
el colegio con Ricardo Martínez, que con el tiempo sería famoso torero con el
apodo de Yeclano. Intercambian fotografías y cromos de toros y espadas famosos.
Inicia, sin vocación, los estudios de Derecho en Valencia. Pero aumentan sus
inquietudes literarias y la afición a la Fiesta. Que se coronarían con Azorín
aficionado, en artículos de Gerardo Diego publicados en ‘Arriba’, donde se
presenta al escritor con gorra y capote de maletilla, y espontáneo lo fue en la
plaza de toros de su pueblo, Monóvar. Y en la de Albacete, homenaje le
rendimos, colocando una placa con su nombre, el buen amigo Javier
López-Galiacho, gran aficionado a la Fiesta, y un servidor.
Pero es en su libro ‘Valencia, Recuerdos
autobiográficos’ (1941), donde proclama su gran afición a los toros, a los que
dedica el capítulo XXXIII. Con añoranza recuerda a la airosa plaza de toros: “No
perdía yo corrida. Allí vi a todas las ilustraciones de la torería andante
(Lagartijo, Reverte, Espartero, Fuentes, Guerrita y Belmonte). Los toros
arremetían con pujanza formidable. Solían abrir brechas en la barrera”. En
estos tiempos y siempre, Azorín se muestra como crítico entusiasta, aunque
ocasional, de la Fiesta pero con un celo refinado y un conocimiento erudito del
arte de la corrida y del fervor popular que despierta.
Y como artista y escritor y, sobre todo, como
estudioso de los fenómenos sociales y culturales, busca la relación y la
amistad con los matadores de aquel momento, aunque con espíritu contenido que fue
siempre sin entrar nunca en el furor de los taurófilos extremos, como en el
caso de Goya, por ejemplo, pero fue, sin duda, un escritor aficionado,
entusiasta y entendido. No ha participado tampoco Azorín en las polémicas que
la fiesta siempre ha desatado en nuestro país y en todos los tiempos, pero nos
ha dejado datos y detalles muy significativos de su afición. No pasarán de seis
o siete los artículos en los que Azorín habla de toros –aparte lo escrito en
sus libros– pero en ellos se revela buen conocedor y admirador de la Fiesta y
de los grandes toreros. Y al mismo tiempo que surgía su profunda dedicación a
la literatura, conservando, eso sí, a cierta distancia una devoción grande como
pensador culto y como filósofo evocador por los instantes de la lidia, su
trascendencia litúrgica, el colorido y la belleza plástica del ruedo. No sólo
iba a las corridas sino que incluso alguna vez se había detenido con curiosidad
estética a la puerta de un hotel para contemplar la salida de los matadores
vestidos en aquellas calesas de la época que los conducía a la plaza. La prueba
de que la afición de Azorín por los toros fue cosa de juventud, nos la da él
mismo en un artículo fechado en 1946, es decir, cuando ya había cumplido los
setenta. Comienza el artículo diciendo: «Un amigo me pregunta si voy a los
toros: le contesto que no. Si he ido a los toros: le contesto que sí».
Creía Azorín que el torero necesita inteligencia y
elegancia sobre todo. Y supo captar con delicadeza y a menudo con fervor las
escenas de la lidia mostrando su admiración y hasta su asombro por algunas
faenas, por ejemplo cuando escribe: “¡Qué maestros aquellos antiguos! Aún estoy
viendo a Lagartijo rematar un quite colgándose la capa al hombro y de espaldas
al toro, comenzar a pasearse pausadamente. Hay toreros para quienes existe el
toro. Hay toreros para quienes no existe. Estas son las dos grandes categorías
de toreros. En esos momentos en que Rafael Molina, con la capa al hombro y
arrastrándola, paseaba de espaldas al toro. El toro no existía. Detrás del
torero, tan pausado, tan elegante, tan estoico, podía haber un incendio, un
terremoto o una inundación. ¡Y hasta podía haber un toro! Me entusiasmo
pensando en estas cosas”. Escribía esto Azorín en 1935 y en esta bellísima
descripción analógica muestra su gran admiración por los toreros cuando son
valientes y al mismo tiempo elegantes. Así vio en Valencia y en Madrid toreros
como El Gordito, Carancha, Currito, El Gallo, Lagartijo, Bombita, etc.,
rememorados en el citado libro de Azorín, titulado ‘Valencia’. Azorín recordó
siempre el lenguaje y la planta de algunos de estos toreros, todo lo cual
revela que para él la lidia era un espectáculo de belleza y arte. Así, recuerda
a Fuentes, “tan señor”, en la Concha de San Sebastián y nos relata alguna conversación
con Belmonte y su interés por algunos términos taurinos, cuando dice que
fuentes pertenecía a esa clase de toreros que diquelan de verdad, o cuando nos
habla del ‘tupé’ de Lagartijo. Diquelar, en caló, significa “mirar, ver”.
Sugerente es también, expresiva y amena la
paráfrasis del texto de José Bergamín ‘El arte de birlibirloque’. Comentando este
libro nos dice Azorín que “el toreo es inteligencia pura”. Resulta admirable
que Azorín, en su tiempo, fuera capaz de entender que la lidia no es un espectáculo
de barbarie, como algunos ahora mismo piensan, sino que Azorín supo profundizar
y dijo que: “El arte de torear es precisión y geometría; todo espacio y tiempo”.
Es decir, un arte medido, templado, armonioso, que además termina con la
muerte, siempre la del toro y alguna vez la del torero. “El arte del toreo
–dijo también Azorín– es a manera de un razonamiento escueto; de un discurso
del método”. No se puede ser más sintético ni más exacto. Y para completar más
esta síntesis, dice también que la esencia del toreo reside en dos palabras:
«Claridad y reposo», y podemos añadir: verdad y temple. La fiesta de la lidia
es por encima de todo verdad, por algo su faena culminante se llama «la hora de
la verdad».
Hay un pequeño relato de Azorín titulado, irónicamente,
‘Aprende, Belmonte’ en el que se sintetiza perfectamente esta idea azoriniana
del espacio y tiempo en el toreo. Se establece en este artículo una especie de
comparación entre el arte de Armillita, un torero alegre, elegante y deseoso de
agradar al público (como era Arruza), con la estampa seria, casi adusta de
Belmonte (o el mismo Manolete) discordancia sublime, juego literario supremo,
elegancia de conceptos y de visión. Belmonte –nos dice Azorín– «con la muleta
había hecho maravillas en cuatro palmos de tierra. Toreaba donde él quería.
Tenía sujeto al toro donde deseaba tenerlo. El toro estaba plenamente dominado
por Belmonte. En ese breve espacio de terreno era donde Juan Belmonte hacía
prodigios de valor y de elegancia». Y en este breve párrafo es donde Azorín nos
muestra que no sólo era un aficionado sino que entendía de toros, tenía la
sabiduría de la lidia y el conocimiento exacto de lo que pasa en el ruedo y de
lo que debe pasar. Todo ello que me trae a la memoria inevitablemente a Hemingway
en su búsqueda sobre la filosofía de la corrida como espejo espiritual del alma
española y como pervivencia mediterránea de un rito de vida y muerte. Fundir el
vino de la bota con la sangre, bota de tendido de sol en los toros no es sólo
una anécdota plástica.
/// Publicación:
ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
/// Francisco
Rico Pérez, catedrático emérito de la UCM
Qué genialidad de artículo.
ResponderEliminarEnhorabuena D. Francisco.
Más como este, por favor.