Por. Jorge Arturo Díaz Reyes
El jueves, hace cuatro días, leí en el portal Tendido7.co, dirigido por mi querido amigo Guillermo Rodríguez, el siguiente titular: “Sale licitación del IDRD para la Santamaría mutilando la esencia de la corrida. Habrá propuestas para no perder la historia y advirtiendo la supremacía de la Ley 916.”
Intrigado, continué hasta la última letra de la noticia. Toda una declaración de principios, o mejor, de no principios. Para empezar, la sigla IDRD corresponde al Instituto Distrital de Recreación y Deporte organismo de la Alcaldía de Bogotá. Entidad esta desde la cual durante las últimas dos décadas se han ejercido e incitado todas las formas de antitaurinismo, pese a que paradójicamente dentro de sus obligaciones figura la de proteger y administrar la Plaza de Toros de Santamaría. Propiedad de la ciudad, de toda la ciudad, no solo de una minoría exclusionista. No ser aficionado no implica ser antitaurino ni perseguidor.
De entrada, la definición y la adscripción que del cometido de la plaza se
hace, es ignorante y equívoca. La corrida de toros no es “recreación” ni es
“deporte”. No. Es un culto, un arte y una tradición. Lo cual además está reconocido,
legitimado y legalizado en su integridad por la historia, la costumbre, la
Constitución Nacional (Ley 916 de 2004) y hasta el cansancio por la Corte
Constitucional.
Pero nada, el Concejo bogotano, jerarquía de nivel municipal, y hoy de bolsillo
valga decirlo, para la actual alcaldesa gracias al tornadizo juego de la
política, se declara por encima de lo nacional, se pone al margen de la Corte y
de la ley, y en uso de sus facultades folclóricas inventa otra corrida.
Cabestrea la cultura, legisla otra liturgia, lanza una bula intolerante,
declara herejes a los fieles y manda bajo “estricto cumplimiento” que se
“toree”, pero sin banderillas, puyas ni muerte del toro (en el ruedo). Y como
de por medio está la rentabilidad del edificio, el Instituto de lo que no es la
plaza de toros, abre arrendamiento de una posible temporada, máximo con tres
festejos y en su fabricada modalidad. Sin el primer tercio (de varas), sin el
segundo tercio (de banderillas) y sin el tercer tercio (de muerte).
No a la esencia, no a la suerte suprema. No el sacrificio ritual del toro, cara
a cara, en ceremonia pública y con oportunidad de defensa. No, que lo burlen y
luego, a escondidas, indefenso, en la sordidez de los destazaderos, le asesinen
igual que se hace todos los días en los mataderos con los miles y miles de
vacunos mansos “para consumo”. Un contundente manifiesto, acorde con los
tiempos que corren, para los cuales el respeto, el honor y la sinceridad son
valores en desuso.
Habiendo dinero de por medio no faltarán quienes compitan por explotar el
“modernizado” espectáculo, con el argumento de “no perder la historia”. Falso,
esa no es la historia, esa es otra historia. Por mi parte, si es que lo montan,
me declaro impedido moralmente para ir. No asistiré. No seré cómplice bajo
ningún concepto. Ni en la gloriosa Santamaría ni en ninguna parte. Si en eso
van a convertir el milenario culto, como ya pasó en Quito, mejor no.
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