Dejo para mi compañero Javier Hernández y mis colegas la crónica, o la crítica, sea cual sea el género elegido, que desarrolle lo acontecido sobre la arena venteña. Y asumo mi papel complementario de análisis y reflexión sobre los porqués que motivaron el éxtasis colectivo.
Primero, un toro. Un toro bravo de El Ventorrillo. Que derribó, sobre todo espectacularmente, y con suerte para el piquero. Una suerte de varas desigual y un tercio de banderillas irregular. Hasta ahí, poco más que destacar. Y a partir de ahí, un toro convertido en máquina de embestir, con nobleza, codicia, repetición y por todo ello, también con transmisión.
Y segundo, un torero. Nada que ver con el Talavante de su reciente actuación, el pasado domingo. Crecido, convencido, ambicioso, firme y dispuesto. Desde el principio en los medios, sin enmendarse, con la diestra. Planteamiento de una faena que seguiría tomando vuelo.
Vuelo que se sustentaría en el ritmo, cadencia, temple y pulso de Alejandro. Un natural salido de un muñecazo sutil y poderoso. Y más tandas por ese pitón. Arrastrando la muleta, mandando Talavante en la exigente embestida.
Y series de adornos ligados, por arriba, invertidos, de pecho. Un prodigio de variedad. Y un prodigio de apuesta personal: una estocada aguantando, impensable en quien tantas tardes fallaba a espadas.
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