Quienes gozamos de la apoteosis
de Morante hace unos días en Las Ventas, ¿acaso no vivimos la certeza de que su
capote se movió con la suavidad supraterrenal de un viento envolvente volando
desde abajo, movida la tela como si formara parte de su cuerpo?
¿No sabemos que el prodigio de
sus naturales sublimes ya es un cuento nunca acabado, que desde la salida de la
plaza, calle Alcalá arriba, empezamos a recrear y contaremos y que seguiremos
recreando y contándonos una y otra vez?
¿Y nos queda alguna duda de que José Antonio
Morante de la Puebla, así con el capote como con la muleta, es un dios que nos
habló despacio?