En
los prolegómenos, la corrida de Beneficencia se presentaba ampulosa y
brillante. Como la mayoría de los festejos taurinos que se anuncian como
acontecimiento, con cartel de litografía propia, se suben a lomos del boato y
visten al escenario con sus mejores galas.
El rey de España, regresa a las
Ventas y los aledaños de la Plaza son un hervidero de gentes que quieren ver de
cerca al monarca. Como en los mejores tiempos, de su bisabuelo y tatarabuelo,
que ya es remontarse. Llega don Felipe a la Monumental de Madrid, rodeado de
las aparatosas medias de seguridad que exige al protocolo. Le veo desfilar por
las galerías bajas a media hora de que comience la corrida. ¿Adónde va el rey?,
me pregunto; pero muy pronto, mi amigo Javier
Arenas, exdirector de RNE y ahora desempeñando un alto
cargo en el gabinete de Prensa de La Zarzuela, me aclara que ha querido saludar
al personal de Plaza, esto es, monosabios, areneros, mulilleros y demás gente
llana y currante que coopera eficazmente en el desarrollo de la corrida.
La
plaza está adornada con guirnaldas en las barreras de tendido, y tapices en los
palcos especiales, como el que ocupará Su Majestad. En los graderíos, no cabe
un alfiler. Poco antes de dar la siete de la tarde, la esbelta figura de Felipe
VI es recibida con una atronadora ovación. Hay ganas de rey en Las Ventas. De rey
que reina, como decía ayer, porque su augusto padre es ya un “abonado”
vitalicio y acude muchas tardes a su solio de piedra sobre la meseta de
toriles.
Suena el himno nacional en medio de un silencio de oratorio, antes de
que se reproduzca la ovación y de que los gritos de espontáneo patriotismo,
atruenen el ambiente: ¡Viva España! ¡Viva el Rey! Y la respuesta no menos
atronadora para cada uno de ellos es la misma: ¡¡¡Viiivaaaa!!!…
Hasta
aquí, todo muy gratificante y muy lógico; pero empieza la corrida y Diego Ventura se va a
la puerta de chiqueros, oteando el panorama desde su silla vaquera, con el
regatón de la garrocha arañando la arena del ruedo. El toro de Los Espartales es
desrazado, medio zombi, sin interés alguno por atender las llamadas del
caballero en plaza. Quiebra Diego con precisión milimétrica, en embroques
inverosímiles. Los rejoncillos y garapullos son de lujo, ampliamente floreados
con los colores de la bandera española. El toro recibe la rociada de arponazos
sin decir ni mú, a tal punto que, antes de que clavara el jinete el certero
rejonazo, el animal parecía un florero zaino emperifollado.
Repetiría Diego Ventura su
aventura en solitario en el cuarto toro de la corrida, también de Los Espartales, este
con un poco más de nervio y más fuelle que el anterior. Vuelve a lucirse
el rejoneador, que es ídolo en esta Plaza y cabalga por ella como por el patio
de su casa o de su finca: con absoluta seguridad y enorme precisión en todas
las suertes que ejecuta, tanto con los rejones como con las farpas largas y
cortas o los bullones de adorno. Vuelve a matar con contundencia y corta la
oreja, tras ruidosa y mayoritaria petición. Con ella da la vuelta al ruedo, y al llegar a los tendidos de sol, le
entregan ¡un gallo!, vivito y coleando. Con él, amigos –con
el gallo–, entramos en el meollo de la cuestión, en el asunto nuclear de
la corrida de Beneficencia del año de gracia de 2019. El gallo, nos dio la
clave.
Para
empezar: ¿A quién se le ocurre ir a los toros, a estas alturas del siglo XXI,
con un gallo que tiene las patas atadas con un cordel? ¿Qué tipo tan aguerrido
se las ingenia para capturar al ave fanfarrona de cresta carnosa y afilados
espolones que se hecho el amo del corral? ¿Cómo viaja con él? ¿Lo mete en una
caja de cartón agujereada, para que al pobre plumífero le llegue el oxígeno?
¿En una bolsa de plástico de Mercadona, quizá? ¿Qué medio de locomoción utiliza
el gallero, su coche, el autobús, el metro?…
Esto
de “los gallos en los toros”, solo pude entenderse poniendo el reloj en la
intrahistoria de la Fiesta y en la hora del Divino Calvo o su hermano Joselito, el Gallito por
excelencia, en todos los sentidos; o bien retrocediendo unas cuantas décadas,
aquellas de la posguerra en que el personal de la solanera (la “pana”, les
decían en Valladolid) llevaba a la plaza de toros algunos “presentes” para
los toreros, con los cuales no pocos llenarían la andorga; pero, casi
siempre, el matador cedía generosamente esta intendencia alimentaria a los
miembros de su cuadrilla, que en el caso de “el gallo” capturado en el ruedo el
peonaje se lo entregaría a la patrona de la fonda para que le cortara el
pescuezo y se lo preparara, en pepitoria, para la cena.
Por
tanto, el gallo que se
tira al ruedo de Las Ventas desde los tendidos de sol debe tener –y tiene— otro
significado, otra intención, bien lejos de las expuestas. ¿No
será que el gallo en cuestión está viendo tranquilamente la corrida, porque se
encuentra en su hábitat natural?
A
las pruebas me remito: el primer toro del lote de El Juli, de Núñez del Cuvillo,
tuvo gran trapío, pero blandeó en exceso en los primeros tercios, al punto de
ser ruidosamente protestado. Una gritería que se mantuvo durante toda la faena
de El Juli,
porque El Juli
–parece ser—es un engañabobos, un tramposo, un trilero al que hay que
desahuciar como sea de este sacrosanto lugar.
Ciertamente, el toro salió suelto y renqueante del
tercio de varas. Nadie lo niega; pero también es cierto que fue
recuperando fuerza a medida que avanzaba la faena, gracias a la máxima de Pablo Lozano, que dice: el temple quita fuerza al toro que
le sobra y se la da al que le falta. El Juli templó con la muleta a este toro
como pocas veces se le ha visto en Madrid.
Quizá pecó de exigirle demasiado y
por abajo en las dos primeras series, pero en el resto de la faena, estuvo
impecable. Y sin embargo, el
alboroto antijulista era francamente irrespirable.
Todo quisqui ha encontrado en los tendidos de esta Plaza el púlpito idóneo para
perorar constantemente. Es gratis y da “caché”, entiéndase la ironía. Julián
practicó más levemente que otras veces el denostado –y con razón—saltito hacia
un lado en la suerte del volapié y mató de una estocada, pelín trasera, en todo
lo alto.
Más de lo mismo en el quinto, un cuvillo
jabonero, bravo y noble, al que recibió de capa con unos lances de delantal o “mandiles”
(que dirían en México) realmente primorosos, repetidos en el
quite. Buen toro, este jabonero, por extraño nombre Guerrerita. Con
recorrido y fijeza. Ideal para hacer el arte del toreo, pero blanco fácil para
un nuevo alboroto en el corral. Gritos, consignas, alarmas, cachondeo… y El Juli, a lo suyo, a
torear templado y armónico, suave y cadencioso.
En maestro. En los tendidos, el
kokorikó –es decir, la parte basta y burda del kikirikí—en plena ebullición.
El
gallinero, en plena efervescencia. Se le avisa a Julián que entre a matar como
Dios manda, algo que parece no entrarle en la cabeza, y el chico, esta vez,
parece que entra como una vela y pincha. Aquí es cuando se espera la ovación
–antes, los buenos aficionados ovacionaban los pinchazos en lo alto—, pero
llega el cachondeo. Se celebran los fallos como victorias. Tres pinchazos y
media. El Juli
no ha triunfado. El gallinero, retoza a sus anchas. La otra parte de la
gradería se muestra silente o aplaude a rabiar.
El
grupo de la afición más vocera de Las Ventas, estuvo comedida con Diego Urdiales en
el primer cuvillo
de su lote, un toro serio y cornalón que le pegó a Victor Hugo Saugar, Pirri, un cornalón en la
misma boca del burladero. El grito de dolor del torero en el callejón fue
desgarrador. El toro, en un arreón a la salida del par de banderillas, le fue a
buscar hasta el mismo refugio y le metió 35 centímetros de cuerno en el glúteo.
Un tabacazo. ¡Vaya racha!
El
de Núñez del Cuvillo
lució casta y bravura, factores ambos que precisan solidez y autoridad en el
que se tiene enfrente. Diego no vaciló en ningún momento, y corrió la mano por
ambos lados con supremo mando, sin aspavientos, en varias series de bellos y
ligados muletazos. Lástima que la estocada asomara ligeramente por un costado y
golpeara tres veces con el verduguillo. El aviso, no empaña su actuación, y la
ovación fue bien merecida. Para entonces, el gallo aún no había hecho acto de presencia.
Cuando
más se notó el gallismo
de Madrid fue durante la lidia del último toro de la corrida. Realmente, el
sexto-bis, pues que el titular de Núñez
del Cuvillo fue devuelto a los corrales, por flojear antes y
durante el tercio de banderillas. Y, lo que son las cosas, fue salir los bueyes
de Florito,
y el toro de Cuvillo les puso en fuga por el ruedo. Ni rastro de flojera.
Al
sobrero, que lucía uno de los hierros del Joselito
contemporáneo, Urdiales
apenas le pudo torear de capa. Se atisbó en el toro una embestida poco
entregada pero con cierto recorrido. Sin embargo, para entonces, ya los tendidos de Las
Ventas eran un espectáculo en que se mezclaban lo esperpéntico y lo
ridículo. Comenzaron a brotar por todos los rincones del
graderío los ¡Vivas!, a España y al rey, junto con otros más taurinos, como
¡Viva la fiesta de los toros! o los más intencionadamente políticos, como ¡Ábalos, dimisión!,
¡Viva el 155! y cosas por el estilo. Fue
un espectáculo denigrante, pero bien ilustrativo del grado de deterioro que
está alcanzando esta Plaza, antaño santo y seña de afición y
aval intransferible para el devenir de toros y toreros. El colmo del
despropósito llegó cuando una voz femenina gritó a voz en cuello ¡Viva la
república!… lo cual desató una repulsa generalizada, con gritos de ¡fuera!
¡fuera!, increpaciones y amenazas varias.
Y
a todo esto, está Diego
Urdiales jugándose el tipo con la muleta en la mano izquierda,
ante un toro que precisaba aguante y firmeza para realizar el arte del toreo.
Para más inri, Urdiales
estaba toreando un toro de ¡La
Reina!, que es el título de la ganadería de antes citado Joselito, con el Rey
de España en el Palco de Honor. ¿Qué le habrá contado don Felipe a su
esposa, la reina doña
Leticia, al regresar a La Zarzuela? A buen seguro que volvía de
una plaza de toros repleta…
no de un público docto y apasionado, sino de un gallinero colmado de cagadas.
En él se vio perdido Urdiales
en este tramo final de la corrida, porque tras el gran esfuerzo realizado, de
lo bien que toreó a ese toro y de la estocada con que finalizó su artística y
meritísima actuación, no le hicieron ni puñetero caso, después de haber sufrido
continuas interrupciones y escuchado ocurrencias de lo más estúpidas. No le
dieron la oreja en este toro; es más, le dieron un aviso por fallar con el
verduguillo.
Quien
quiera ofenderse, que se ofenda; pero esto es lo que hay. >>> www.republica,com
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