Fortunato González Cruz. Un incómodo
pero seguro Toyota de la línea que sirve a La Mucuy conducido por “El Hueso”
nos lleva hasta Carache, un simpático pueblo donde los trujillanos pierden el
cantadito andino de su voz y adquieren un tono larense. Es largo el camino
desde Mérida pero se hace ameno por la rica conversación obligada por la
disposición lateral de los asientos; también por el misterioso y seductor paisaje
del páramo, el café que nos ofrecen las atentas tías de Francisco de Jongh en
Timotes, los padre de Iván Lobo en Valera y mi hermano “Morocho” Francisco que
nos recibe en su despacho de la Universidad Valle del Momboy con un pasodoble.
A
la entrada de Carache nos sorprende el monumento a los indios Cuicas
representados por el gran cacique Karachy. Nos seduce el arte místico de
Rodolfo Minumboc expuesto en la hermosa iglesia parroquial, el mecanismo del
reloj de la vieja torre, las calles rectas en damero, las afamadas acemas y la
cordialidad de su gente.
Partimos al amanecer hacia las cumbres del Páramo de Cendé con la curiosidad que despierta aquel paisaje de estrechos valles y selvas nubladas por donde sube una trocha infame, ilusionados por ver los toros de San Antonio que debutarán en la corrida que inicia la celebración de los 50 años de la plaza merideña.
Luego de dos horas entramos al sendero
interior de una finca flanqueados por altos eucaliptos y potreros de kikuyo,
alinderados por la tupida selva donde pescuecean buscando luz los verdes
laureles y los plateados yagrumos. La casita, un cofre de buen gusto, está en
medio de los potreros de modo que por donde uno se asome ve el suculento pasto
y la majestuosa estampa de los toros. A
las puertas nos espera el novel ganadero Edgar “Bravo” Varela, su atenta esposa
Marly, el tío Chepe y Venancio “el Venado”, mayoral de la finca.
¡Había que ver los toros! No podíamos correr riesgos ante una afición exigente. Nos mirábamos las caras Miguel Rondón Nucete, Francisco De Jongh, Iván Lobo, Carlos Rosales y yo, escuchábamos atentos al ganadero y veíamos las carreras y maniobras de “El Venado” para acercarnos las reses.
Cada
animal era una sorpresa, incluso los pocos novillos que mostraban su entrecano
encaste Santa Coloma, y los Domecq, que son los más, y forman camadas coloridas
y armónicas, como posando al disparo de las cámaras. ¡Eran un derroche de
trapío! Todos acusaban con sus hechuras y su reluciente piel la buena crianza,
la estirpe Somosagua, la procedencia Rancho Grande y el encaste Domecq: negros,
jaboneros, castaños; generosos de pitones, elegantes, nerviosos. El terreno de fuerte inclinación se manifiesta
en la musculatura, como la altura en el grandor de la caja.
Recorrimos los potreros que en algunos se interponía entre toros y visitantes
solo una ceja, antigua forma de separar animales de plantíos. Vimos
la disposición del alimento concentrado, el brete para las curas y el
encajonamiento, escuchamos atentos sobre el nacimiento de cada toro y su crianza
y tomamos nota del hierro, número y señas particulares de cada animal.
Solo queda que el “Bravo” ganadero escoja y
traiga a Mérida los que guste, pasen por la romana, por el examen de los
veterinarios y cuenten con la aprobación de la Autoridad Taurina.
El
viernes 24 de febrero mostrarán su casta, su bravura y su nobleza ante los
diestros el venezolano Erick Cortez y los españoles Antonio Nazaré y Esaú
Fernández ¡Entonces será la hora de la verdad!
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